
se lleva los aplausos y las risas de los extraños,
vuelve a su camarín, quita su maquillaje,
mientras se le hace imposible borrar la lágrima eterna,
sus ojos viajan a la utópica espera de un mañana.
Sale a la calle, levanta una corona destrozada por el viento,
la princesa del banco de la plaza, dejó de ser princesa,
de un plumazo su nobleza desangró, cuando san Valentín la golpeo en la cara.
El pierrot la mira con tristeza pero logra sacarle una sonrisa, entonces
decide recoger la corona, soñar que algún día se la pondrá a ella,
su musa, esa que dejó en una isla remota, rodeada de simplezas cotidianas,
de días seguros, encuentros programados y silencios ensordecedores.
Sube a su departamento con el recuerdo mojando su mejilla,
Va directo a la alacena, donde deja siempre abierto un frasco de esa pimienta
de origen vecino, probada en tierra ajena.
Huele profundamente el picante, añorando las zetas en sus manos,
el temblor de su piel al dejarlo partir, las huellas de las sabanas de aquel sábado soleado.
El pierrot se duerme mojando la almohada con su lágrima perfectamente tatuada.